NINGÚN
ÁRBOL ES UNA ISLA
Es
otoño, me gusta cruzar los parques en esta época del año, crujen verdes, ocres
y amarillos. Qué maravilloso es ver amanecer en los Jardines de la Agricultura
deleitándonos de la mansedumbre del aire limpio, el silencio solo roto por el
arrullo de los pájaros y el contraluz de los árboles.
Siempre
que puedo visito la isla donde habita el ginkgo biloba. Busco entre la hierba
sus hojas caídas con forma de abanico que guardo entre las páginas de algún
libro o regalo a mis amigos como un día también hiciera Goethe.
Goethe
escribe a su amada Marianne von Willemier, introduciendo en la carta dos hojas
de ginkgo: “Las hojas de este árbol, que
del Oriente/ a mi jardín venido, lo adorna ahora,/un arcano sentido tienen, que
al sabio/ de reflexión le brindan materia obvia./ ¿Será este árbol extraño
algún ser vivo/ que un día en dos mitades se dividieron?/ ¿O dos seres que
tanto se comprendieron,/ que fundirse en un solo ser decidieron?”
¿Sería
Goethe conocedor de la magia que arraigaba en su jardín? Porque además de las
innumerables propiedades curativas que se le atribuyen “al árbol de los 40
escudos” como también se le conoce, está asociado a leyendas ancestrales de la
cultura china y japonesa, teniendo el privilegio de conceder deseos a quien se
lo pida acariciando la piel de su corteza.
Hoy
he vuelto a visitar al ginkgo biloba en su isla. Ignoro cuándo se cumple la
fecha de su nacimiento. Solo sé que su aspecto ha empeorado lamentablemente. No
quiero pensar que una ciudad como Córdoba permita que el ginkgo muera asfixiado
negándole el sol por las ramas de otro árbol de una isla vecina.
Aquí
se apostó el ginkgo como símbolo de la paz donde vive lúcido la elocuencia de
las fuentes del parque, el rumor del viento y la calma de quienes se sientan a
descansar en el banco ubicado bajo sus pies.
No
sé de qué país de Oriente lo habrán traído, ni si echa de menos el océano, pero
forma parte de los árboles ejemplares de esta ciudad. Desde esta visión se
considera afortunado capaz de comprender el lenguaje de las aves y el murmullo
del viento como solo un árbol milenario puede hacerlo.
“Antes de que
aparezcan las primeras plantas con flores, los dinosaurios y mamíferos que
desembocaran en el ser humano, ya se erguían los ginkgos en los bosques del
mesozoico”.
El
ginkgo ha perdido la noción del tiempo humano desde que habita en su isla. Es
cosa de los que viven en la lucidez tradicional de los seres vivos que no
envejecen jamás, de los que no fueron exterminados como en Hiroshima sino que
viven tan pegados como en un principio a la vida y a la implacable carrera del
hombre que causa el mal.
Los
otros árboles lo saben. Es el árbol ignífugo, por eso se cultiva desde tiempos inmemoriales
alrededor de monasterios y palacios de China, Corea y Japón.
Es
la especie viva más antigua de la Tierra (un fósil viviente). Simboliza la paz
ya que un ginkgo logró sobrevivir a la explosión atómica de Hiroshima a solo
1000 metros del epicentro donde cayó la bomba. Y el ejemplar de los jardines de
la Agricultura es el más antiguo de los existentes en nuestra ciudad.
A
día de hoy el ginkgo agoniza por falta de sol sin que nadie lo remedie. No
pensaba que algo así podía suceder en Córdoba, símbolo de la luz de las
culturas.
“Los árboles son santuarios.
Quien sabe hablar con ellos y sabe escucharlos, descubre la verdad. Ellos no
predican doctrinas ni recetas. Predican, indiferentes al detalle, la originaria
ley de la vida”
(Hermann Hesse)
Este
escrito va dirigido a alguien portador de esa luz porque ningún árbol es una
isla, y a su modo, revela la fuerza del continente para no sentirse náufrago,
Es cosa de los que tienen el poder en sus manos y la revelación de sentirse
herramienta para que la vida de nuestro ginkgo biloba siga siendo interminable,
y quienes pasen junto a él no lleguen a conclusiones críticas en un intento de
que no se destruya lo que vive, y admiremos lo que tiene esta ciudad de valioso
porque forma parte de nuestro Patrimonio, como legado de lo que recibimos, lo
vivimos en el presente y transmitimos al futuro.
Ningún
árbol es una isla, ningún hombre tampoco.
María
José Feria