A bordo del mar es altísima poesía que emociona.
Una escritura sencilla e inconfundible con su propia música que es la voz del
poeta.
Versos pausados que no se
aceleran, una versión irreal con una veracidad tan auténtica que sacude
constantemente, y el que lee vislumbra destellos de insistente sensualidad
inconclusa que te asalta y te conmueve.
Estos poemas tienen ese
atractivo deliberado de lo que se interrumpe en el tiempo, sencillamente, no
debe concluir como le ocurre a las incesantes olas del mar que golpean la
orilla. El lector intuye lo que falta, lo completa y se deja seducir porque es
arte y nos acerca a nosotros mismos.
José Antonio Fernández posee un
elegantísimo control de las palabras, de la propia construcción del amor y del
mar. He aquí tal vez la base del misterio: ¿Interpreta el mar el papel de la
amada?
Son innumerables las alusiones
al mar no sólo como una construcción simbólica sino que responde a una
necesidad interna de colocarse uno frente al otro, como planeando un cambio,
pero nada cambia, todo permanece inalterable y legítimo.
El amor echa raíces al lado del
mar, del que se nutre. ¿Acaso no comparten las mismas letras? No sólo es
nombrado, sino que lo interioriza y lo plasma en bellísimos versos.
El mar es objeto central de
culto, se convierte en el testigo con una relación tan estrecha con el autor
que están puramente entrelazados. No es la herida, es el remedio. Versos que
respiran en la orilla como el que no sabe nadar, pero aún así se embarca.
A veces sueño
A veces sueño contigo,
y esas noches no son noches de
ceniza,
ni enredan sus dedos rotos
en la esfera de un reloj nuevo
de arena
todas aquellas mentiras
como ensombrecen la luna
con sólo darme la vuelta.
A veces sueño contigo
y estoy a tu lado, y tú a veces
estás conmigo, y esas tardes
brilla la luna en el cielo
como rumores de trigo abanicando
el horizonte, a la vez
que hilvanamos poemas sueltos
sin abrir ni tú ni yo apenas la
boca.
Y hay veces en que por no soñar,
ni existimos.
Son noches de versos sin medida
donde el crepúsculo se confunde
sigilosamente
con los silbidos de las olas
sin darles siquiera sentido.
Son atardeceres ni tuyos ni míos
donde algunos días aparece de
repente
junto a la orilla
un niño vestido de nardos
y que sonríe mientras señala a
Venus
y sentencia
que se trata sin más de un
planeta.
Son noches en blanco,
no tuyas ni mías,
donde sencillamente
nadie obedece
a la arena cristalina
que besan las aguas en su
esencia
ni la luna intima con el mar en
el horizonte.
Son sencillamente noches de
ciencia.
Mi enhorabuena por este bellísimo poemario.
Melodía…
libros a la deriva…