viernes, 6 de febrero de 2015

ENCERRADA EN LA NADA, por Enrique Laso

La muerte de la escultora Camilla Claude, amante de Rodin, injustamente encerrada en un manicomio, es la base de este desgarrador relato. Una mujer excepcional, abandonada por todos, por un mundo en el que el machismo y los miserables podían triunfar…

Encerrada en la nada, por Enrique Laso


Montdevergues, 21 de Octubre de 1943
Hoy hemos enterrado a una mujer excepcional en una fosa común, junto a los cadáveres de otros enfermos anónimos, olvidados también para siempre por sus familias, si es que alguna vez la tuvieron. Igual que un cobarde, me he quedado mirando cómo lanzaban su pequeño y estilizado cuerpo, amortajado con una sencilla sábana, a su indigna tumba. Allí estaba yo, aparentemente impertérrito, aburrido espectador silencioso, mientras mis entrañas clamaban desgarrándome por dentro. He visto cómo se confundía con los demás cadáveres, cómo la cubrían primero con cal y luego con paladas y paladas de tierra sucia y húmeda. Llueve sin descanso desde hace dos días, en este otoño que se me aparece infinito, como si el cielo y todas las almas geniales que lo pueblan lloraran sin descanso la trágica muerte de Camille.

Ella vaticinó que se aproximaban su fin, que se agotaba su triste existencia. Hace una semana me dijo en un susurro: “Me muero, Edouard, apenas me quedan unos días”. Yo traté en vano de animarla, pero en el fondo de mi ser la creí, pensé que en verdad estaba pronunciando sus últimas palabras, y de hecho me sigue resultando increíble que haya resistido tantos años. Camille ocultaba tras la fragilidad de su cuerpo a una mujer resistente y poderosa, un ser extraordinario cuya huella nada ni nadie podrán borrar de mi memoria. Camille…

Recuerdo la primera vez que descubrí sus ojos alucinados, nada más llegar a Montdevergues. No sabía de quién se trataba. Yo entonces, hace ya casi veinte años, era un joven insolente e inculto. Quizá después de dos décadas sólo me he convertido en un hombre insolente e inculto, y además cobarde. Conocí a Camille siendo ya anciana, una anciana de sesenta años muy bien llevados. Tras su rostro plagado de manchas y profundas arrugas se adivinaba la belleza de una mujer maltratada por todo y por todos. Recuerdo su mirada, profunda y desconfiada.

-Puede hacer conmigo lo que quiera, doctor, pues hace ya años que me han despojado de todo lo que tengo y nada más puede usted arrebatarme –me espetó, al poco de conocerme.
Camille estaba resentida, y la verdad es que nunca nadie ha tenido más motivos para justificar su animadversión hacia el mundo que la rodea. Yo no sabía quién era, porque su nombre había sido borrado por el viento cruel de la historia; por la imponente grandiosidad de otro genio, Auguste Rodin, que la había abarcado hasta engullirla con sus fauces de animal creador; por la felicidad ingenua y sin límites de los años veinte que trataban de tapar toda la inmundicia y la crueldad de la Gran Guerra; por una sociedad oscurantista que se empecinaba en que una mujer no podía ser libre y muchísimo menos hacer gala casi obscena de dicha libertad. Nunca nadie ha podido tener más sólidos fundamentos para odiar a toda una comunidad. Tampoco sabía quién era porque yo era un ignorante que casi lo único que había hecho en la vida era estudiar medicina.

Al poco de asumir mi cargo en Montdevergues recuerdo que descubrí a unos celadores destruyendo unas piezas de barro modelado y secado al sol. Se trataba de figuras que evocaban vagamente el torso de hombres y mujeres, entrelazados, estirados, aferrados como dos náufragos que no han encontrado isla alguna en la que salvarse y se hunden juntos irremisiblemente en el océano.
-¿Qué hacéis? –pregunté, extrañado por aquella curiosa escena.

-Obedecemos órdenes del señor director. Tenemos que destruir cualquier pieza que haga la señorita Claudel. El señor director le deja trabajar el barro y secarlo en su ventana, pero luego a nosotros nos toca romper las piezas y tirarlas a la basura –me contestó uno de los celadores, desganado.

Más tarde me enteré de que tenía prohibido recibir correspondencia, y visitas, y escribir, y esculpir. Tenía prohibido cualquier contacto con el exterior y cualquier atisbo de desarrollo creativo. Todo ello con el cómplice beneplácito de su familia, la misma familia que no ha atendido mis llamadas durante años, la misma familia que la ha olvidado para siempre en una fosa común en un lugar perdido de Francia, donde nunca nadie la encontrará.

Desde el principio supe que Camille, al menos la Camille que yo conocía, no estaba loca, ni muchísimo menos. Estaba más cuerda que el resto de los enfermos, más cuerda que los médicos y celadores, más cuerda que el director del sanatorio y más cuerda que yo mismo. Y, desde luego, estaba infinitamente más cuerda que toda su miserable familia, que la había enterrado en vida en un apartado manicomio.

Montdevergues era un lugar irónicamente hermoso, una sólida construcción rodeada de jardines a la que iban a parar los alienados del noreste de Francia. Si no hubiera sido un sanatorio mental casi podría decirse que era un lugar idílico de vacaciones. Pero Montdevergues ha ido entrando lentamente en decadencia, y mucho más desde que se implantó el odioso régimen de Vichy. Apenas llegan fondos para atender a los más de dos mil pacientes que se hacinan en sus pabellones, y sus jardines antaño hermosos se han ido marchitando y hoy sólo son un puñado de matorrales secos y retorcidos que casi provocan pavor. Ahora  aquí convivimos los supuestamente cabales con los supuestamente desequilibrados, e intentamos sobrevivir.

Camille, Camille, Camille. ¿Qué te hemos hecho? Cada día detesto más este horrible mundo que ha permitido que una persona tan única, tan maravillosa e inteligente, se haya podrido en una celda, como una vulgar ratera, como una criminal cualquiera. Hoy yo también soy mezquino, y me odio. No me consuelan las decenas de cartas que dirigí a Paul, el hermano de Camille, rogándole, casi suplicándole, que la dejara en libertad. Jamás se avino a ello, ni siquiera se dignó a acercarla a París o a su pequeño pueblo, Villeneuve, tal y como ella ansiaba; ni siquiera pagó los gastos de su manutención en los últimos diez años…

-Edouard, mi hermano vendrá un día y me llevará con él a China. Sí, vendrá un día y me sacará de aquí para que yo vuelva a ser libre.
No soy capaz de recordar cuándo comencé a robarle algunas de las piezas a las que el destino había reservado la destrucción. Me anticipaba a los insensibles y abyectos celadores y escondía bajo mi bata una de aquellas figuras de barro, casi sin terminar, todavía húmeda, y la ocultaba en mi despacho, para luego llevarla a casa. Pueblan mi habitación medio centenar de ellas, y las contemplo mientras escribo estas líneas; y así permanece Camille conmigo, ahora que su cuerpo y sus palabras se han extinguido para siempre.

Yo sólo conocía a una anciana de ojos azul oscuro que observaba con melancolía y rabia el mundo, que no comprendía su reclusión y que clamaba, con una locuacidad reservada únicamente a las grandes mentes, por su libertad. Pero poco a poco fui descubriendo la historia que aquel dramático encierro silenciaba. Camille, una mujer que siendo adolescente había emigrado de su pequeño pueblo con apenas trescientos vecinos hasta París, arrastrada por una única pasión: la escultura. Fue así como pronto llegó al taller del genio sin parangón, de Auguste Rodin, que la acogió, que le enseñó, que la amó y que, finalmente, la abandonó por otra mujer y no dudó en contribuir a su descalabro mental, temeroso de que aquella escultora a la que había mostrado su arte fuera capaz de superarle en vida.

-Rodin me cerró todas las puertas. Rodin no sólo me apartó de él, sino que además deseó mi destrucción… y la consiguió.

Cuando Rodin la abandonó se recluyó en sí misma, se encerró en su estudio y siguió esculpiendo sin descanso, aunque destruyendo luego todo lo que creaba. Apenas salía de allí, vagaba desnuda por él, vociferando y protegiéndose de las amenazas externas colocando cepos para lobos en puertas y ventanas. Decenas de gatos compartían aquel espacio en el que la artista se consumía y se moría de hambre. Camille no estaba loca: estaba desquiciada, rota, y deseaba negarse a sí misma.

-Auguste deseaba mi arte, sabía que yo era una artista excepcional. Él se había quedado sin ideas, y quería mis maravillosos bocetos a toda costa. Yo temía que me robaran mis piezas, que se las atribuyeran, ¿me comprende?

-En ese caso, Camille, ¿por qué seguía esculpiendo?

-Porque yo soy escultora por encima de todo, porque no sé ni puedo hacer otra cosa. Desde muy niña tuve muy claro qué era lo que quería hacer. Tomaba un pedazo de arcilla y le daba forma. Cuando había terminado una pieza, a veces, le quitaba la cabeza. Aquello me encantaba. Pero ya ve qué premio he recibido a tantos esfuerzos, a tantos y tantos años de sacrificio. Cosas así suelen sucederme.

Y después llegó lo peor. En un acto de confabulada venganza se aliaron las fuerzas familiares (hermano, hermana y madre), con la oposición de algún primo al que no hicieron caso, y la mandaron internar “por su propia seguridad”.

-Vinieron dos esbirros armados hasta los dientes y me sacaron por la ventana. Me metieron a la fuerza en una ambulancia y me llevaron a asilo de Vile-Evrard primero y aquí, a Montdevergues, a mil millones de kilómetros de París, después, con la excusa de la Gran Guerra. Ahora ya todos estaban felices, Camille sollozaba encerrada en un manicomio, donde ya nadie podría escucharla jamás.

Camille se quedaba con la mirada perdida en el infinito, contemplando el inagotable paisaje que se adivinaba desde el ventanuco de su celda. En ocasiones se encogía como un bebé y se pasaba horas en silencio, con la cabeza enterrada entre las piernas. Pero cuando yo hacía ademán de irme me suplicaba de inmediato que no la dejara sola.

-¿Qué quiere, Camille? No dice nada, será mejor que me marche –razonaba yo-. Tengo cientos de pacientes a los que también debo atender.

-Si me abandona, si me deja en este momento, me volveré loca –replicaba ella. ¡Qué ironía! «Me volveré loca».

Durante un tiempo estuvo ubicada en primera categoría, pero ella misma solicitó regresar a tercera porque le parecían un robo los precios y también porque pensaba que estaba mejor atendida entre los enfermos menos pudientes. Aún así, a lo largo del invierno se quejaba amargamente del frío, del frío cruel que se apoderaba primero de Montdevergues y luego se hacía dueño de su cuerpo. Decía que era un frío que se colaba hasta las entrañas de sus huesos y que allí se quedaba indefinidamente para atormentarla y para menoscabar su salud. Además, odiaba aquel frío infernal porque le recordaba al que pasó en su estudio en París antes de ser “apresada” para traerla aquí.

-Esperaron a la muerte de mi padre para encerrarme. Él fue el único en comprenderme desde niña, cuando yo regresaba a casa con el cabello revuelto y manchado de barro y decía que deseaba ser escultora. Mi madre me odiaba, siempre me odió, y me llamaba “endemoniada”.

Camille me contó un día que se había quedado embarazada de Rodin, del señor Rodin, como le gustaba llamarlo, pero que la obligaron a abortar. Y así perdió para siempre al que habría sido su único hijo, el fruto de su pasión por el gran maestro y genio. Cuando se separaron creyó volverse loca, loca de verdad, y aunque intentó rehacer su vida comprendió que ya la había entregado y que nada podía hacer por recuperarla. Comprendió que había sido derrotada por el mundo en el que le había tocado vivir, un mundo por el que profesaba una aversión extrema. Dejaron de llegar los encargos, los pedidos de aquellos ricachones que antes le suplicaban, los favores de los ministros que antaño la habían asediado, los artículos elogiosos de los críticos que pasaron a calificarla como mero apéndice de Aguste Rodin. Sí, Camille comprendió pronto que ser mujer e intentar salir adelante era completamente imposible en la Francia de finales del siglo XIX, como quizá lo siga siendo hoy en día.

Camille olvidada, Camille encerrada, Camille casi muerta en vida. ¿Cómo ha podido sucederle esto a una persona así? ¿De verdad no quedará ninguna impresión en la historia del arte de esta mujer excepcional con la que apenas sólo yo departía en las últimas dos décadas? Porque Camille no se hablaba con nadie. Odiaba al resto de pacientes, a los que tildaba de chiflados; odiaba al personal médico, odiaba los muros de Montdevergues, sus jardines, las colinas que nos rodeaban, la visión lejana del Mont-Ventoux, el aire que llegaba del Mediterráneo o la humedad palpable del Ródano. Recuerdo cómo apretaba con fuerza sus manos delgadas y de piel arrugada y me decía con rabia:

-No, yo no nací para acabar así, Edouard. Yo no luché y me formé y esculpí junto al más grande para terminar enclaustrada entre cuatro paredes blancas. No, Edouard, no trabajé y me esforcé tanto para esto, para esta nada en la que me veo obligada a existir. Creo, sinceramente, que merecía algo mejor.

Y sí, Camille, es cierto, merecías algo mejor. ¿Seré ya el único en pensar así? ¿De verdad no quedará vestigio de esta mujer fabulosa a la que he tenido el placer y la gloria de conocer? Un día hice traer, exponiéndome a una severa sanción, pues su familia había dado órdenes expresas al respecto, un bloque de mármol de un metro cúbico para que pudiese modelarlo en el jardín. Me costó una fortuna, pero consideré bien invertido el dinero si a cambio Camille no sólo lo esculpía, sino si además con ello conseguía hacerla feliz. Adquirí todos los útiles necesarios y casi tuve que arrastrarla una mañana muy temprano para que pudiese recibir mi regalo.

-Jamás volveré a esculpir piedra. No permitiré que nadie más me robe lo que es mío. Si desean que trabaje…  que me liberen –me dijo, impertérrita, frente al bloque de piedra blanca y resplandeciente que aguardaba a que sus manos le dieran forma.

-Pero Camille, piénselo, creo que sería estupendo para su terapia, que le iría bien intentarlo –supliqué, mezquinamente, seguramente pensando mucho más en mí que en ella.

-¡Qué terapia! ¿Acaso soy yo igual que estos dementes junto a los que me mantiene encerrada? Yo no necesito ningún tratamiento, yo lo que necesito es libertad –sentenció.
No me dí por vencido, y seguí insistiendo a lo largo de varias semanas. La respuesta me llegó de forma trágica una agradable tarde de primavera, nada más regresar de un delicioso viaje a Avignon.

-Edouard, venga rápido, hay algo que tiene que ver y que no le va a gustar en absoluto –me dijo un celador.

Lo acompañé hasta el jardín principal. Sobre el césped yacían esparcidos cientos de pedazos de mármol blanco, vestigios de lo que hasta el día anterior había sido el costoso bloque que yo había comprado. Dos de aquellos pedazos sujetaban un papel sobre el que estaba la firma de Camille. Lleno de ira fui a buscarla a su habitación, donde parecía estar aguardándome.

-¡Si no deseaba esculpir bastaba con decirlo, no tenía porqué destrozar el bloque! –exclamé, fuera de mí, completamente sulfurado.

-Se lo he repetido hasta la saciedad, y usted ha seguido insistiendo. Ahí tiene el resultado. Hice una pequeña escultura y de inmediato la destruí. No quiero que nadie más me robe lo que sólo yo he creado –replicó, serena, mirándome a los ojos.

Camille, yo también te sustraía a escondidas tus sencillas piezas de barro. ¿Cómo permitir que acabaran confundiéndose con los escombros de un manicomio? Camille, ¿a quién dirigirme hoy, en este tiempo convulso que nos ha tocado vivir, para evitar este sacrilegio terrible?

-Déjeme marchar, Edouard. Sólo deseo regresar a Villeneuve, al pueblecito que me vio nacer, el lugar más hermoso que hay sobre la Tierra. Déjeme ir al único sitio en el que he sido feliz de verdad. Allí moriré en silencio, sin molestar a nadie. Se lo prometo…

Te juro Camille que lo intenté. Primero me dirigí a la señora Claudel, madre de Camille, que me respondió arguyendo que era mejor no soltarla porque «había provocado mucho mal, más del que pudiera imaginar»; después, decenas de veces, a su hermano Paul. Una vez incluso me atreví a hacerlo personalmente, tras una de las escasas visitas que dedicó a su pobre hermana.

-Señor Claudel, debe usted compadecerse de su hermana. Aunque su estado de salud no sea bueno, mentalmente presenta un comportamiento intachable. Sólo conserva una animadversión hacia Auguste Rodin que hasta cierto punto es razonable.

-No, lo lamento mucho. Entiendo sus buenas intenciones, pero Camille aquí está bien atendida y protegida. Usted no ha conocido a mi hermana antes de ser internada, y le garantizo que es capaz de la mayores insensateces que pueda imaginar. ¿Quién sabe lo que sucedería si la dejásemos ahora suelta por ahí? –argumentó Paul Claudel, el gran diplomático, el genial dramaturgo, el excelso poeta que bajo ningún concepto deseaba que su hermana del alma pudiera contar a los cuatro vientos que había sido cruelmente enjaulada durante treinta años.

Camille, Camille, Camille…
Yace tu cuerpo envuelto por la arcilla roja de Avignon, apresándote, petrificando tus huesos para siempre en un lugar en el que nunca nadie los encontrará. Como una escultura maravillosa sepultada bajo las cenizas de un volcán se pierde en el infinito, así hemos enterrado para siempre el cuerpo de Camille Claudel hoy en una anónima fosa común reservada a los dementes.

Ahora estoy decidido. Será mi forma de expiación. Voy a destrozar el pequeño museo que durante años construí sin que lo supieras. Aquí están esas figuritas de arcilla que tú creías yacerían en las cloacas del departamento de Vaucluse, pero que en realidad flotan entre la inmundicia de mis pecados sin purgar. Será mi tributo. Creo que al fin he llegado a comprenderte. Destruiré las piezas una a una y dejaré el suelo de mi habitación tal y como tú dejaste el jardín de Montdevergues. Veré sucumbir a los náufragos, separarse a los amantes, soltarse a los bailarines… Dejará la belleza que salía de tus manos de existir, y sólo mi memoria guardará recuerdo de aquello que fuiste capaz de realizar, de crear, en un infierno cruel al que te viste sometida.

Anochece en el asilo. Escucho los gritos desgarrados de algunos enfermos que vociferan desde los pabellones más atestados. Camille Claudel ya no está entre nosotros y a mí ya no me queda consuelo ni paciente con la que compartir mis más altas aspiraciones. Yo también lo he perdido todo con tu marcha, Camille. Si algo he sido, si alguna vez he llegado a sentirme grande, importante o extraordinario ha sido gracias a ti. Pese a todo, haber compartido veinte años de tu encierro ha sido un honor y un placer.
Descanse en paz tu alma atormentada y genial.


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